-por Fernando Contona

Muchos años viví sin parar.

Llevando un ritmo de vida, en donde la posibilidad de hacer una pausa no era una opción.

 

¿Cómo permitirse un momento de improductividad sin ningún objetivo que perseguir?

La idea en sí misma era inconcebible. Tampoco había una aparente necesidad.

La sobre-exigencia, la velocidad y la sobre-estimulación, eran la energía de un motor super “productivo” de tareas y trabajos por cumplir durante el transcurso del día, la semana y los meses.

Con el paso del tiempo, llegó un punto máximo en donde el colapso era inminente.
El cuerpo comenzó a dar señales de alarma. Y todas estas señales que manifestaba el cuerpo, ya no podían ser pasadas por alto. Sin darme cuenta, había ignorado todas las señales anteriores. Esas que resultaban mucho más sutiles, de las cuales se necesita de una percepción mucho más refinada para darse cuenta.

La sobre-adaptación urgentemente tenía que llegar a su fin, porque los niveles de incomodidad se encontraban muy por fuera de la medida de tolerancia.

En ese mismo momento, tomé una decisión. Pero por primera vez, no era una decisión tomada desde el concepto, o un sistema de creencias. Era una decisión tomada desde el propio cuerpo.

 

¿Pero cómo iba a tomar una decisión, confiando en algo que no era el intelecto?
¿Qué información me está dando el cuerpo?

¿Qué es lo que necesita en este momento?

Quizás, de no haber pasado por alto todas las señales previas (sutiles, pero también evidentes), hubiera sabido darme cuenta de que es lo que necesitaba en ese momento. Parar. Pausas conscientes.

Dejando por un momento el “hacer que las cosas sucedan”, para “dejar que las cosas sucedan”. Ambos, son roles sumamente activos.